domingo, 19 de agosto de 2007


Me di cuenta que detesto los teléfonos. Me di cuenta hoy, cuando me pregunté porqué diantres no he llamado a Costa Rica desde que llegué. También lo relacioné con el hecho de que no me gustan los celulares, hasta la fecha no he tenido. Una vez leí en el periódico que las personas que usan mucho el teléfono celular son inseguras y tienen baja autoestima, me lo creí y quizás sea una pequeña mentirita a la que me aferro cada vez que veo a alguien mirar su celular como si toda su vida se resumiera ahí, en esa pantallita que le ilumina el rostro y que toca una escalita musical al apagarse, antes de ir a misa o cuando llegás a clases. Quizás sea otra pequeña mentirita para alimentar el amargo misántropo de noveno del colegio Saint Francis que piensa que todos son unos "pipis superficiales hipócritas menos yo". Tal vez porque vi cómo, en unos cinco años, llegó a invadir la vida de absolutamente todos mis amigos el mensaje de texto, el Hi5, el chat, el mp3, el iPod, el Hotmail y el Google, mundo del cual formo parte, pero al cual la mayoría de las veces me resisto. Nunca hubiera podido estudiar en el Instituto Tecnológico de Costa Rica. Todavía no sé cuál es la diferencia entre una pastilla activa y una pasiva en un instrumento eléctrico, no sé qué es un preamplificador, no quise llevar los cursos de "PC Aplicada" ni "MIDI" en la Emu. Ahora que no tengo televisor con cable me siento en el paraíso. Soy anticuado: me gustan los radios viejos y las vitrolas. Eso sí, quemo cds y siempre ando con el reproductor de mp3 y cada vez le meto más música al disco duro portátil que me robé de casa. Recuerdo que cuando terminé con Yen, la primera novia que tuve, temblaba cada vez que sonaba el teléfono, pensando que tal vez sería ella. Igual que cuando Sofía se fue a Francia, esperando durante una año esa llamada que quizás me hizo escasas dos veces, pero que yo vivía anticipadamente, torturándome, cuando el aparato sonaba. Me duele mucho el sonido del teléfono. Es el sonido que mayor angustia me produce, luego del despertador. Hay ruidos modernos, en cambio, que me parecen hermosos, como el del autobús o el de los furgones a la distancia, de noche. Es como el gutural rugido de un dinosaurio, pedregoso y noble; de lejos parece el llamado de las olas del mar, misterioso, no se sabe de dónde viene ni a dónde va.